Las Elecciones Norteamericanas y las Ilusiones del Reformismo

Las elecciones presidenciales de cada cuatro años en los Estados Unidos de Norteamérica son uno de los eventos más importantes de la democracia burguesa de los países imperialistas. De sus resultados dependen, en buena medida, los planes políticos, comerciales y militares que elaboran y tratan de poner en práctica los gobiernos de los países semicoloniales; y dependen, igualmente, los ajustes que introducen en sus sistemas de interrelaciones los otros países imperialistas y capitalistas que disputan, con el imperialismo yanqui, un espacio mayor en el mercado mundial y en el mapa geoestratégico. Y, no obstante la innegable importancia económica, política y militar que tienen los comicios yanquis, han sido servilmente mitificados por los ideólogos reformistas burgueses y pequeñoburgueses a tal punto que algunos han llegado a sugerir que, dadas las implicaciones que tienen, todos los habitantes del Planeta, sin distingo de nacionalidad, deberíamos tener el derecho a participar en ellos con voto decisorio, como si de su resultado dependiera realmente la suerte de los explotados. Esa mitificación produce la falsa ilusión de una cara amable con los pobres y los habitantes de los países semicoloniales si ganan los candidatos del Partido Demócrata, o su reverso si ganan los del Republicano.

Autor: OA
Las ilusiones que desde siempre se han hecho los ideólogos burgueses y reformistas, incluyendo los estalinistas, –y que difunden conscientemente entre los explotados- se apoyan en una base real, de la cual deducen una política de conciliación y capitulación a la democracia burguesa imperialista. Esa capitulación la extienden a los agrupamientos políticos de los demás países imperialistas, a los gobiernos nacionalistas en las semicolonias y, en consecuencia, a las fracciones burguesas nacionales que se alinean con las alas políticas de la burguesía liberal imperialista, ya sea que se trate de los demócratas yanquis o de los socialdemócratas europeos. Para los reformistas las sociedades capitalistas no están divididas en clases como nos enseña el marxismo, sino en “campos” como dicta la ideología de la concertación y la conciliación entre clases con intereses opuestos e irreconciliables. Para ellos el mundo no está dividido entre capitalistas y obreros asalariados, entre explotadores y explotados, entre países imperialistas y semicolonias sino entre campos “progresistas y retrógrados”, entre “demócratas y fascistas”.

Esa diferenciación que tiene utilidad en la definición de las tácticas políticas de la clase obrera -cuando se trazan desde una perspectiva socialista y revolucionaria-, se transforma, en manos de los reformistas, en un arma letal contra los explotados. La determinación de la política a partir de la división de la sociedad en “campos” termina, por norma general, entregando los intereses de los trabajadores a alguna de las franjas burguesas que se disputan los negocios y el manejo del aparato del Estado.

Las diferencias en la burguesía imperialista y las elecciones

La ideología con que los reformistas llaman a los trabajadores a apoyar una franja burguesa imperialista contra otra tiene una doble base objetiva: económica y política. En el caso de las elecciones norteamericanas del próximo 3 de noviembre, las diferencias entre demócratas y republicanos se han manifestado en un grado mucho mayor al de los últimos cincuenta años.

Es un hecho que el primer gobierno de Donald Trump ha profundizado las diferencias internas, económicas, sociales y políticas, y ha roto el cuidado acuerdo bipartidista de manejo consensuado de la política exterior, provocando enfrentamientos interburgueses poco comunes en ese país. Esto no deja de ser un cambio importante en el régimen político norteamericano, presentado al mundo como el máximo ejemplo de la democracia burguesa y, como tal, servilmente admirado por las burguesías de las semicolonias y por todos los reformistas pequeñoburgueses contemporáneos.

Internamente, en lo económico, Trump representa a las burguesías industrial, agraria, petrolera y financiera más tradicionales ligadas al mercado interno. Es lo que explica tanto su política elemental de “América primero” y América grande de nuevo”, como su apuesta de renacionalización de la industria y de recuperación de los empleos nativos, perdidos como consecuencia del asentamiento de las plantas de las multinacionales yanquis en China, Vietnam, India, Sudáfrica y demás países semicoloniales, que les garantizaban salarios miserables y mayores tasas de ganancia. Con esta obviedad enmascaró su verdadero objetivo tributario y económico de dar todas las garantías de enriquecimiento al gran capital, lo que le garantizó el apoyo del ala más reaccionaria de la burguesía, de los supremacistas blancos, de la subsidiada burguesía agraria e incluso de las capas superiores y privilegiadas de la clase obrera blanca que se emplean en esas ramas. La contracara de esa política fue un ataque directo a las conquistas sociales de los pobres, empezando por el sistema de salud implantado por el gobierno demócrata anterior. El resultado práctico de su política económica ha sido una profundización de la desigualdad –que ya es una de las mayores del mundo- hasta el extremo de que tres de los mayores multimillonarios del país poseen una riqueza equivalente a la de la mitad de su población, y de que los directores de las grandes empresas ganan en un día lo que ganan sus empleados medios en un año.

Su política de mayor control de la inmigración y de ataque a los gobiernos estalinistas y nacionalistas de Cuba, Nicaragua y Venezuela, le granjearon el favor de la clase media reaccionaria de origen latino que ha emigrado huyendo de los procesos políticos y sociales en el sur del Continente -encabezada por los gusanos cubanos asentados en La Florida-, y de paso fortaleció las tendencias chovinistas de las mayorías blancas y su adhesión al partido Republicano. En el otro extremo, los inmigrantes latinos, asiáticos y árabes fueron víctimas de la persecución generalizada y del aumento de la discriminación.

La batalla comercial que le declaró a China por el control del mercado mundial y la vanguardia tecnológica, aumentó la adhesión de la gran oligarquía tradicional a su gobierno, pero amplió la grieta con las nuevas alas burguesas más ligadas al mercado mundial y al desarrollo de tecnologías de punta y de fuentes energéticas no convencionales. Su agresivo verbalismo militar contra Irán, Corea del Norte, Siria -y de manera tangencial contra China y Rusia- infundió nuevo aire a las alas más intervencionistas dentro del gobierno y los supremacistas blancos, y develó los rasgos autoritarios y bonapartistas del régimen político, pero a costa de aumentar considerablemente el gasto militar y de debilitar la alianza estratégica con Europa Occidental, lo que tiene a la OTAN en la  crisis más profunda desde su fundación, y a Europa diseñando un sistema propio de defensa por fuera de la tutela yanqui.

Un menú tan variado y condimentado provocó una indigestión generalizada en un país adormecido políticamente, tan habituado a aceptar de buena gana la alternación de demócratas y republicanos en el manejo del Estado, como a hartarse de comida chatarra y bebidas carbonatadas. El país donde no se podía discutir de religión o de política -que solo se sacudía cada cierto número de años por explosiones localizadas y pasajeras de las minorías negras exasperadas por la discriminación y los abusos-, se encontró a boca de jarro, de la noche a la mañana, con una polarización social de la que, al menos dos de sus generaciones, no tenían noticias. Los norteamericanos redescubrieron la lucha de clases bajo el gobierno de Trump.

La exposición obscena que se hacía desde la Casa Blanca del chovinismo, del racismo, de la opulencia burguesa y del poderío imperialista no solo encontraron ecos de aprobación en las franjas privilegiadas, sino voces de desacuerdo de sectores burgueses opuestos y, sobre todo, acciones decididas de respuesta de la juventud y de los sectores más pobres y oprimidos. Los sectores emergentes de la aristocracia burguesa yanqui iniciaron una oposición política y económica abierta que provocó polarización y nuevos alinderamientos que llegaron hasta el rompimiento con Trump de importantes figuras del partido Republicano. El envalentonamiento de los grupos supremacistas blancos de ultraderecha los llevó a intentar movilizaciones de abierto tinte neonazi que fueron derrotados por la movilización de la juventud, las minorías raciales, los movimientos feministas y de diversidad sexual y algunas franjas de vanguardia de asalariados, especialmente maestros y empleados de servicios. El repetido discurso político de derecha abrió, como reacción, el espacio para que la palabra “socialismo” apareciera de nuevo en boca de miles de norteamericanos. La importante votación obtenida por el socialdemócrata Bernard Sanders en las primarias demócratas es la expresión distorsionada de profundos fenómenos en el seno del pueblo pobre norteamericano.

Pero el hecho que marcó el antes y el después de la nueva situación política en la gran potencia imperialista fue el asesinato del ciudadano negro George Floyd por un exceso de uso de fuerza del  policía Derek Chauvin en Minneapolis, Minnesota, que desató una oleada de movilizaciones que incluyeron pedreas y quema de carros y edificios públicos. Las movilizaciones dieron un nuevo aire al movimiento Black Lives Matter que se había originado en el 2012 tras el asesinato del joven de 17 años Trayvon Martin, en La Florida. El asesinato por asfixia de Floyd sacó a la superficie lo que todo el mundo sabía: el fortalecimiento de los aparatos internos de represión, el racismo dominante al interior de esos aparatos y la impunidad bajo la que se protegen. Chauvin fue acusado de homicidio involuntario, lo que provocó más protestas. Sin embargo, un par de meses después en una actitud desafiante, son amnistiados los tres policías responsables del asesinato, años atrás, de una joven negra.

La polarización política en los EE.UU. ha adoptado la forma distorsionada del enfrentamiento electoral entre los dos partidos burgueses tradicionales. De un lado Trump, lo más reaccionario del partido Republicano, unos cuantos demócratas de derecha y una parte significativa de la vieja burguesía, y del otro el ex vicepresidente demócrata Joe Biden que intenta canalizar el descontento generalizado apoyado por el grueso del partido Demócrata, el socialdemócrata Sanders, la franja de la burocracia sindical que no corrió detrás de las promesas de empleo de Trump, algunas figuras republicanas que han roto públicamente con el Presidente y, detrás de todos, la gran burguesía emergente.

Las elecciones en el imperialismo y la política de los trabajadores

Es una norma de la lucha política de clases, que los trabajadores deben aprovechar las divisiones dentro de la burguesía para avanzar hacia una mejor correlación de fuerzas en su lucha por alcanzar la sociedad socialista. La actual fractura en el frente bipartidista del imperialismo yanqui es una condición nueva y de extrema importancia. Y el renacer de las movilizaciones masivas y de una incipiente conciencia socialista en miles de nuevos activistas jóvenes y de todas las razas es, no solo lo más dinámico de la situación, sino la verdadera causa de la profunda división interburguesa. Por esa razón es que, precisamente, el gran enemigo del naciente proceso revolucionario en el seno del imperialismo sean las elecciones burguesas que buscan desviarlo a las urnas para frenar su dinámica y radicalidad, castrar sus posibilidades de evolución hacia el rompimiento con el bipartidismo burgués, limitar su horizonte en la socialdemocracia de Sanders y cortar toda posibilidad de empalme de los nuevos activistas con el marxismo revolucionario. En ese propósito están unificados, por diferentes caminos y con métodos diversos, Trump y Biden. Trump quiere someterlos por la fuerza y aumentando la represión y los métodos bonapartistas de control del Estado. Biden pretende convencerlos de limitar su acción al apoyo en las urnas y de retornar al viejo juego de la alternación en el gobierno, que le garantizó al imperialismo yanqui “estabilidad democrática” y cien años de hegemonía de explotación imperialista del mercado mundial y del mundo semicolonial.

Desde luego, como reflexionan los reformistas y los analistas burgueses, no nos espera la misma suerte si Trump se reelige que si se vuelve a un gobierno demócrata más débil y comprometido con las fuerzas sociales que lo han encumbrado. Pero el imperialismo es el imperialismo, y la explotación de las semicolonias está en su esencia. Una cosa es segura: gane quien gane, las multinacionales y la banca imperialista nos seguirán sacando la sangre, y es de relativa importancia si lo hacen a palo seco o con anestesia. Como en la moraleja del escorpión y la rana: nos terminará picando sin importar las consecuencias; está en su esencia.

Los trabajadores no podemos caer en la trampa de los “campos” a propósito de las elecciones yanquis ni de ningún otro evento de la lucha política de clases. La juventud, las minorías raciales y de género y los trabajadores norteamericanos no pueden renunciar a lo que han conseguido: la independencia de los partidos burgueses tradicionales y la movilización social como método para defender sus derechos y sus conquistas. Si no hay un candidato de independencia de clase por el cual votar, salido de las movilizaciones, que represente realmente lo nuevo de la situación deberían llamar a la abstención para impedir que los trabajadores vuelvan a la situación anterior de enajenación de su conciencia al burgués partido Demócrata.   Y nosotros, en nuestro país, no podemos aceptar el llamado de los reformistas como Gustavo Petro y su “…votaría por Biden sin ninguna duda…”, porque es un llamado a confiar en el representante de una clase con intereses opuestos por el vértice a los nuestros. Si Biden  se hace al gobierno, dará continuidad a la política de cobro de los onerosos costos de la deuda externa, de guerra abierta al campesinado cocalero, de defensa de las multinacionales asentadas en el país y en los demás países semicoloniales, de segregación racial, de defensa del estado sionista de Israel contra los palestinos, de asfixia de Venezuela, Irán, Cuba y demás países nacionalistas y, en síntesis, de defensa de los intereses de su clase a expensas de los intereses de nuestra clase y de los explotados y oprimidos. Si aceptamos como válido el llamado de Petro a apoyar a Biden, mañana tendremos que aceptar su llamado a apoyar a algún candidato burgués liberal colombiano, con el argumento del enfrentamiento con el “campo fascista” del uribismo.

Los reformistas y los traidores llaman “realismo” a esa política de apoyo a un campo contra otro, elevándolo a la categoría de virtud objetiva. Es, sin embargo, el mismo realismo político que los fundadores del socialismo revolucionario, desde Marx y Lenin hasta Trotsky, consideraban una deformación burguesa de la política obrera y que, en consecuencia, combatieron sin tregua. Y lo combatieron porque significaba, en una perspectiva histórica, entregar los intereses supremos de los trabajadores por la ilusión de recibir a cambio una palmadita en la espalda.

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