Sombras en el horizonte

La economía colombiana depende en gran medida de la producción de materias primas. La distribución del mercado mundial por el imperialismo impuso a las semicolonias la obligación de explotar al límite sus recursos naturales para entregarlos a las multinacionales. Con esto, además de devastarlas ambientalmente, las condenó al atraso industrial y tecnológico.

Autor: O.A.

Esa división mundial del trabajo, que dejó en manos de las grandes potencias imperialistas el desarrollo de la gran industria y de las industrias tecnológicas de punta, se constituyó en un salto en la sobreexplotación de la clase obrera de las semicolonias y en una agudización de la desigualdad económica y social. Un informe presentado por Oxfam (ONG contra la pobreza) en el Foro Económico de Davos revela que “La fortuna de los mil (más grandes) millonarios creció en un 12% en 2018, a un ritmo de 2.500 millones de dólares al día, mientras que la riqueza de la mitad más pobre de la población mundial, unos 3.800 millones de personas, se redujo un 11%…”. Y que “En América Latina… la fortuna de los mil millonarios (de la región) aumentó en un 10% en 2018 (36.000 millones de dólares) y asciende a 414.000 millones de dólares, un monto mayor al PIB de casi todos los países de la región, excepto Brasil, México y Argentina.” (Portafolio, 22/01/2019)

Sin embargo, el aumento de la desigualdad y la explotación no es patrimonio exclusivo de las semicolonias. La clase obrera de los países imperialistas también ha visto reducir su nivel de vida y desaparecer las conquistas prestacionales y sociales obtenidas después de la Segunda Guerra Mundial, a mediados del siglo Veinte. La crisis de 2008, que empezó como una crisis hipotecaria, arrasó los ahorros de millones de obreros norteamericanos y europeos y los lanzó al desempleo. De esa crisis, como de las que la precedieron, no se han recuperado todos los países que la sufrieron, acentuando la tendencia a que las grandes potencias imperialistas (Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Francia, Japón) sean cada vez más hegemónicas, y a que países hasta hace poco relativamente ricos se vean desplazados al terreno de los parias semicoloniales, como ha ocurrido con Grecia, Irlanda y Portugal en Europa; mientras que economías hasta entonces boyantes como las de España e Italia tienen que lidiar con tasas de desempleo de dos dígitos.

Esa situación general de la economía ha revivido las contradicciones entre las burguesías imperialistas y ha desatado otras nuevas, en una guerra comercial en la que cada burguesía nacional trata de salvarse, pasando por encima de las reglas que mantenían el mercado bajo control.

La crisis del 2008 golpeó de forma particularmente aguda a los trabajadores y a la clase media yanquis, lo que abonó el camino al ascenso de Donald Trump a la presidencia, con un discurso nacionalista que amenaza con producir un remezón en la estructura general del mercado mundial. La enorme concentración del capital y la riqueza que se ha producido en las dos últimas décadas, no es solo un fenómeno que se expresa en la creciente desigualdad entre ricos y pobres en general, sino que se expresa en las desigualdades entre países y continentes. Las contradicciones del capitalismo no han desaparecido con la creación de la ONU, la OTAN o los TLC; al contrario, se han agudizado al punto de manifestarse como una batalla por el control del mercado mundial, los recursos de las semicolonias y la apropiación de la plusvalía global que incuba una crisis de mayores dimensiones y que ha tensionado al límite, tanto las contradicciones de los Estados Unidos con sus competidores tradicionales como China, Europa y Japón, como las diferencias de manejo de la situación dentro de la propia burguesía yanqui.

El extraordinario crecimiento de la deuda externa global –de decenas de billones de dólares–, la guerra comercial y arancelaria de los EE.UU. con China, la crisis de los yanquis con los TLC, la lenta recuperación de Europa –con la excepción de Alemania–, la salida del Reino Unido del Mercado Común Europeo –el Brexit–, la desaceleración de los emergentes del grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica) y de las semicolonias de América Latina y África, la crisis ambiental y la inestabilidad política son los síntomas de la nueva crisis que se está incubando y de la guerra no declarada entre las grandes economías capitalistas por el control del Mercado Mundial.

Y no hay duda de que las inestables economías que dependen de la producción de materias primas para alimentar la demanda de las multinacionales –como la colombiana– van a ser castigadas de manera aguda, con su secuela de miseria y penalidades para los más pobres. Las exportaciones del país dependen en más del 70% de la industria extractiva (petróleo, carbón y minerales), y la volatilidad de los precios del mercado someten a la economía nacional a una montaña rusa cuyos peores vértigo y mareo terminan sufriéndolos los explotados. Más aun, cuando el27% de tales exportaciones tienen como destino la economía yanqui, fuente de las mayores causas de inestabilidad global, por la agresiva política populista reaccionaria de Donald Trump y sus aliados.

Por tanto, la situación general de la economía colombiana, y en especial la de los trabajadores y los pobres, no es alentadora. Los planes antiobreros ya se están aplicando: el extractivismo como estrategia de desarrollo sigue su curso devastador; baste como ejemplo la prórroga de explotación de la mina de carbón de La Loma, en el Cesar, concedida a la Drummond por veinte años más; la reforma tributaria reaccionaria, que amplía la base aportante entre los asalariados y le reduce las tasas a los más ricos; y el miserable aumento del salario mínimo son las primeras puntadas dadas por un gobierno sometido a los grandes burgueses nacionales y extranjeros.

Ante tal panorama a los trabajadores nos queda la alternativa de la lucha directa para enfrentar los efectos de la crisis capitalista. Y esta lucha empieza por exigir a las direcciones de las centrales obreras que convoquen los eventos necesarios para planificarla y para aprobar el pliego de exigencias que ponga freno al deterioro de nuestras condiciones de vida y de trabajo.

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