Clases sociales necesarias y superfluas

¿Son realmente los capitalistas necesarios en nuestro país? En el siguiente texto Engels nos presentó sus argumentos del porqué él consideraba que ya en Inglaterra en 1881 los capitalistas eran un estorbo para el desarrollo económico del País. “¡Quitaos de en medio y dad a la clase obrera la oportunidad de demostrar de lo que es capaz!” Era la consigna de Engels dirigida a los capitalistas diciéndoles que ya en la vida real los trabajadores eran quienes dirigían la producción y la función de los capitalistas era solo especular en la bolsa con el dinero que ellos no habían trabajado, pero del cual se habían apoderado.

Autor: Engels

[The Labour Standard, núm. 14,
6 de agosto de 1881. Editorial]

Es frecuente preguntarse hasta qué punto son útiles e incluso necesarias las diferentes clases de la sociedad. Como es natural, la respuesta varía según la época histórica de que se trate. Indudablemente, hubo un tiem­po en que la aristocracia terrateniente constituía un elemento inevitable y necesario de la sociedad. Pero de esto hace mucho, muchísimo tiem­po. Vino luego la época en que la misma inevitable necesidad hizo surgir una clase media capitalista, una burguesía, como la llaman los franceses, que luchó contra la aristocracia terrateniente, dio al traste con su poder político y conquistó a su vez el predominio político y económico. Pero, desde que existen clases, jamás ha habido en la historia una sola época en que la sociedad pudiera subsistir sin una clase traba­jadora. El nombre y la posición social de esta clase han cambiado; el lugar del esclavo pasó a ser ocupado más tarde por el siervo, sustituido a su vez por el trabajador libre; libre de la servidumbre, pero libre tam­bién de todo bien terrenal, fuera de su propia fuerza de trabajo. Una cosa es evidente, sin embargo: cualesquiera que sean los cambios produ­cidos también en las capas altas e improductivas de la sociedad, ésta jamás ha podido existir sin una clase de productores. Lo que quiere decir que esta clase es necesaria en todos los casos y baja cualesquiera circunstancias, aunque tendrá que llegar también el día en que deje de ser una clase para convertirse en la sociedad entera.

Ahora bien, ¿qué necesidad determina, en los momentos actuales, la existencia de cada una de estas tres clases?

En Inglaterra, la aristocracia terrateniente es, por lo menos, económicamente superflua, mientras que en Irlanda y en Escocia, con su tenden­cia a despoblar el país, se ha convertido en una perniciosa plaga. Todo el mérito de que los terratenientes irlandeses y escoceses pueden ufanarse es de enviar a la gente al otro lado del océano o de empujarlos a la muerte por hambre, para sustituirlos por ovejas o por animales de caza. Dejemos que la competencia de los alimentos, animales y vegetales americanos siga desarrollándose un poco más y veremos cómo la aristo­cracia terrateniente inglesa hace otro tanto, por lo menos la parte de ella que pueda permitírselo, por contar con el respaldo de una gran pro­piedad territorial urbana. Del resto pronto se encargará de librarnos la competencia de los víveres americanos. Y no derramaremos ninguna lágrima sobre su cadáver, pues su actuación política, así en la Cámara alta como en la baja, es una verdadera plaga nacional. Pero, ¿y la clase media capitalista, esa clase ilustrada y liberal que ha fundado el imperio colonial británico y ha creado la libertad británica? ¿Esa clase que reformó el parlamento de 1931, que derogó las leyes cerealistas y ha ido rebajando un arancel tras otro? ¿La clase que hizo brotar y sigue regentando las gigantescas fábricas, la poderosa flota comercial y la cada día más extensa red ferroviaria de Inglaterra? Seguramente que esta clase deberá considerarse, por lo menos, tan necesaria como la clase obrera, dirigida y conducida por ella de progreso en progreso.

La función económica de la clase media capitalista ha consistido, en efecto, en crear el moderno sistema de las fábricas y medios de comunicación movidos a vapor, quitando de en medio todos los obstáculos económicos y políticos que frenaban o entorpecían el desarrollo de este sistema. Mientras la clase capitalista cumplió esta función, no cabe duda de que era, en las condiciones existentes, una clase necesaria. Pero, ¿sigue siéndolo ahora? ¿Sigue cumpliendo ahora su verdadera función, que es la de dirigir y ampliar la producción social en beneficio de toda la sociedad? Veamos.

Comenzando por los medios de transporte y comunicación, vemos que el telégrafo se halla en manos del gobierno. Los ferrocarriles y gran parte de las líneas transoceánicas de navegación no son propiedad de capitalistas individuales, que dirijan este negocio, sino propiedad de sociedades anónimas, cuyo funcionamiento es dirigido por empleados a sueldo, por servidores, que ocupan en todos los respectos la posición de trabajadores de categoría superior y mejor pagados. En cuanto a los directores y los accionistas, saben perfectamente que es mucho mejor para los negocios que los primeros no se ocupen para nada de la dirección ni los segundos de la fiscalización de la empresa. La única función que a los propietarios de ésta se les reserva es, de hecho, una fiscalización muy somera y casi siempre muy superficial. Vemos, pues, que la única función que en realidad se les asigna a los propietarios de estas gigantescas empresas es la de percibir semestralmente sus dividendos. La función social de los capitalistas ha pasado aquí a las manos de servidores asalariados; lo que no impide que el capitalista siga embolsándose bonitamente, en forma de dividendos, la remuneración de aquellas funciones que ya no ejerce.

Hay, sin embargo, otra función que aún desempeña el capitalista a quien la extensión de las grandes empresas a que nos referimos ha obligado a “retirarse” de la dirección. Ésta función consiste en especular en la Bolsa con sus acciones. En vista de que no tienen nada mejor que hacer, nuestros capitalistas, que se han “retirado”, pero que en realidad se han convertido en elementos inútiles, se dedican a especular a placer en este templo del Vellocino de Oro. Acuden a él con la sana y deliberada intención de negociar con el dinero que pretenden haber ganado; lo que no es obstáculo para que aseguren que la fuente de toda propiedad es el trabajo y el ahorro; la fuente, puede ser, pero no, con seguridad, el término. ¡Qué fariseísmo eso de cerrar a la fuerza los pequeños garitos [taberna, bar] de tahúres, cuando nuestra sociedad capitalista no puede prescindir de esa gigantesca sala de juegos en la que se pierden y se ganan millones y más millones y que es, en realidad, su nervio vital más importante! Aquí, es evidente que la existencia de los capitalistas “retirados” poseedores de acciones no solo es superflua, sino que constituye una funesta plaga.

Y lo que decimos de los ferrocarriles y los barcos de vapor se confirma diariamente y con exactitud cada día mayor en lo tocante a todas las grandes empresas industriales y comerciales. El negocio de lo que se llama la “fundación” -la transformación de grandes empresas privadas en sociedades anónimas- ha estado a la orden del día durante los últimos diez años largos. Todo se ha visto o sigue viéndose sujeto a este negocio, desde los grandes almacenes de la City en Manchester hasta las plantas siderúrgicas, las minas de carbón de Gales y el Norte de Inglaterra y las fábricas de Lancashire. En todo Oldham, apenas hay una fábrica de algodón que permanezca en manos de particulares; hasta el comerciante individual se ve cada vez más desplazado por “tiendas cooperativas”, la gran mayoría de las cuales sólo tienen de eso el nombre, pero de este tema hablaremos en otra ocasión. Véase, pues, cómo es precisamente el desarrollo del sistema capitalista de producción el que se encarga de hacer del capitalista una figura tan superflua como el tejedor manual. Con la diferencia de que mientras éste se ve condenado, a la muerte lenta por hambre, el capitalista desplazado por su inutilidad muere lentamente de hartura. Sólo se asemejan, en general, el uno y otro, en una cosa: en que ninguno de los dos sabe lo que va a ser de él.

El resultado a que llegamos es, por tanto, el siguiente: el desarrollo económico de la sociedad moderna tiende cada vez más a la concentración, a la socialización de la producción en forma de empresas gigantescas, que ya no pueden ser dirigidas por capitalistas individuales. Toda esa cháchara sobre el “ojo del amo” y las maravillas que se dice que hace pierden todo su sentido a partir del momento en que una empresa alcanza cierto grado de magnitud. ¡Imagínese cuál puede ser el famoso “ojo del amo” en la Compañía de Ferrocarriles de Londres y el Noroeste! Pero lo que no puede hacer el amo, pueden hacerlo y 1o hacen con éxito los trabajadores, los empleados de la sociedad, asalariados de ella.

Esto quiere decir que el capitalista ya no puede seguir reclamando su ganancia como “salario por vigilar”, pues no vigila nada. ¡No perdamos esto de vista cuando los defensores del capital nos griten al oído esta huera frase!

En nuestro número de la semana pasada, intentábamos demostrar que la clase capitalista es ya incapaz también de regentar el gigantesco sistema de producción de nuestro país; de una parte, ha empleado de tal modo la producción, que abarrota periódicamente todos los mercados con sus mercancías; de la otra, se revela cada vez más torpe para hacer frente a la competencia extranjera. Llegamos, pues, a la conclusión de que no sólo podemos arreglárnoslas perfectamente sin la intromisión de la clase capitalista en las grandes industrias del país, sino que esta intromisión se convierte cada vez más en una plaga.

Una vez más les decimos: “¡Quitaos de en medio y dad a la clase obrera la oportunidad de demostrar de lo que es capaz!”

 

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