Acuerdos de la Habana. La sombra del imperialismo

En los grandes negocios, a diferencia de las competencias deportivas, los ganadores rara vez suben al podio. Se refugian en el anonimato. No es rentable alardear. Las ganancias declaradas arrastran cargas tributarias. Resulta más “generoso” dejar la celebración a quienes recibieron las migajas. Algo parecido ocurre con las grandes maniobras políticas cocinadas a puerta cerrada. El acuerdo firmado en La Habana entre el gobierno Santos y la comandancia de las FARC no escapa a este designio.

Autor: G.M.

Ganadores y perdedores

Los burgueses y los voceros del gobierno reclaman el triunfo para la democracia, el Estado de derecho y el régimen de la propiedad privada que, dicen con razón, “en ningún momento estuvieron comprometidos ni fueron objeto de negociación”. Los generales del ejército y la policía se declaran ganadores de la guerra, y reciben la firma del acuerdo como la rendición de los insurgentes. El secretariado de las FARC califica el acuerdo como la más importante de sus batallas. La izquierda reformista proclama el acuerdo como una victoria de “la democracia”. Las ONG venden el acuerdo de paz como un “reconocimiento de los derechos humanos”. Las burocracias al mando de las centrales obreras son los más entusiastas militantes en favor de la aprobación de los acuerdos a los que califican de “avance democrático”.

Y sí, todos ellos son ganadores, pero no de lo que dicen sino de lo que ocultan. Los grandes burgueses ganaron los proyectos agroindustriales y de explotación de los recursos naturales que postergaron por la presencia de la guerrilla. El gobierno ganó legitimidad para impulsar la reforma tributaria y los planes de ajuste que exige la crisis económica. Los generales se quedan con unas fuerzas armadas sobredimensionadas y con los contratos millonarios que ahora se vuelven mucho más rentables. Los comandantes guerrilleros se quedan con los privilegios políticos que les conceden y, posiblemente, con una parte sustancial de los recursos económicos acumulados por la organización. La izquierda reformista y los trepadores políticos se benefician de las gabelas concedidas a las organizaciones legales en que se transforman las viejas guerrillas. Los pacifistas a sueldo de las ONG se preparan para vegetar de los recursos que, con seguridad, fluirán hacia los “proyectos de construcción de la paz”. Y los burócratas sindicales ganan un clima más apropiado para renunciar a la lucha y justificar su política traidora de la concertación en aras de “contribuir a aclimatar la paz”.

Si hay ganadores, hay perdedores. Pierden los campesinos pobres que deben renunciar de nuevo a una reforma agraria profunda que les entregue la tierra. Pierden los campesinos cocaleros que ahora verán a las FARC colaborar con el gobierno en la persecución de sus cultivos. Pierden las víctimas que deben renunciar a que se haga justicia y resignarse a perdonar a los asesinos y despojadores de sus tierras. Pierden los combatientes de base de la guerrilla que después de dos años de recibir un subsidio miserable deberán enfrentarse a la pobreza y el desempleo, mientras contemplan a sus excomandantes disfrutar de las mieles del poder, tal como ya ocurrió con el M19, el EPL y la Corriente de Renovación Socialista del ELN. Pierden la izquierda revolucionaria y los obreros clasistas que deben seguir actuando en total desventaja política frente a las agrupaciones de los capitalistas, los viejos reformistas y los exguerrilleros, transformados en defensores del Estado burgués. Y pierden los trabajadores que –en defensa de una “paz” y unos acuerdos que nunca les fueron consultados– verán traicionadas sus luchas por una dirección totalmente plegada al gobierno, empezando por la ministra del trabajo de Santos y expresidenta del PDA, Clara López.

 El imperialismo: el máximo ganador

Detrás de todo hay un gran ganador del que no habla ninguno de los beneficiarios de las migajas: el imperialismo, el verdadero artífice del plan que culminó con la rendición de las FARC.

Ni Pastrana fue el cerebro detrás del desprestigio político de las FARC, ni Uribe el estratega que las debilitó militarmente, ni Santos el hábil político que las convenció de sentarse a pactar una salida negociada al conflicto. El plan, que combinó la zanahoria y el garrote, la reacción democrática y la ofensiva armada, fue concebido, y financiado, en Washington. El gran triunfador es el Plan Colombia al que los yanquis le inyectaron centenares de millones de dólares en armamento, asesores, mercenarios y glifosato que terminó en miles de activistas asesinados, en millones de campesinos desplazados y en enormes extensiones de tierras y cultivos envenenados. El triunfador es el imperialismo que, con una máscara democrática, trata hoy de camuflar los veinte años de guerra de baja intensidad con que asoló el campo colombiano apoyado en los gobiernos serviles de Gaviria, Pastrana, Uribe y Santos. Una máscara que ni siquiera se atreve a portar directamente sino que hace lucir a la burocracia estalinista cubana, agente directa de la restauración capitalista, encabezada por Raúl y Fidel Castro.

Pero el imperialismo no va por el mundo repartiendo dólares en forma desinteresada. Todos sus gastos son inversiones. Ya va a venir a cobrar la factura en forma de condiciones privilegiadas para esas inversiones, que las autoridades económicas del país calculan para el 2026 en casi cuarenta mil millones de dólares, y que solo traerán más miseria y el saqueo de lo que resta de recursos naturales.

Por esta razón los trabajadores no podemos apoyar el plebiscito de Santos, ni aceptar como una verdadera oposición a su plan el “No” de la ultraderecha uribista. Debemos llamar a luchar por imponer una Asamblea Nacional Constituyente libre, amplia, democrática y soberana que consagre y garantice los derechos básicos de los más pobres, que rompa todos los tratados de sometimiento que nos atan a la rueda del imperialismo y que tome la decisión de desconocer la onerosa deuda externa que consume el presupuesto de la salud y la educación.

 

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